La casa al final del camino

El ulular de la lechuza llenaba la noche mientras se acercaban en silencio a la casa. Ninguno de los cuatro recordaba de quien había sido la idea, pero según veían crecer la casa a medida que se acercaban se iban autoconvenciendo que la ocurrencia no era tan buena como al principio les había parecido.

Se trataba de una casa muy antigua, más bien un viejo caserón que llevaba bastantes años abandonado, del que se contaban terribles historias sangrientas sobre sus ocupantes y pensaron que sería el lugar ideal para pasar la noche de Halloween.

Cuando traspasaban el umbral de la puerta, el aullido de un perro de alguna casa cercano les provocó un escalofrío que les recorrió toda la espalda.

Los cuatro muchachos entraron hasta la sala principal y la iluminaron con la vacilante luz de sus linternas. A su alrededor se veían paredes desconchadas, decoradas por temblorosas arañas que se balanceaban al ritmo que les marcaba una suave brisa. En un rincón una chimenea en la que se acumulaba una gran cantidad de polvo y basura mezclado con los restos del último fuego que años atrás calentó la estancia. En el centro una gran mesa de madera en la que todavía reposaban los platos vacíos de la última cena no servida.

Una cucaracha paseaba indolente entre los platos como si después de tanto tiempo todavía pudiera encontrar algún resto de comida.

En una de las paredes laterales, una puerta comunicaba con lo que en tiempos pretéritos fue la cocina; ahora solo se veían torres de platos y vasos que se acumulaban en el fregadero a la espera que alguien los lavase.

En la pared del fondo una gran puerta de cristal daba paso a lo que debió ser un bucólico jardín, pero que hoy día no era más que una intrincada selva en la que uno esperaría encontrar cualquier bicho desagradable. Por suerte la puerta estaba atrancada y lo mismo que ellos no podían salir por ahí, las ratas que sin duda se escondían en la maleza tampoco podrían entrar.

En la otra pared una puerta flanqueada por dos imponentes armaduras conducían a una especie de sala de estar presidida por una biblioteca carcomida por las termitas. Los sofás que reposaban silenciosamente bajo una gruesa capa de polvo no estaban en mejores condiciones y tanto polillas como carcoma debían haber hecho su trabajo, pues parecían a punto de derrumbarse sobre sí mismos.

Junto a la puerta una escalera de caracol subía al piso superior donde era de esperar que se encontrasen los dormitorios.